Capítulo 22
-Soy el esposo de Esther.
Por un instante, el rostro de Miguel se quedó congelado. Pasaron unos segundos y, al final, la comisura de sus labios se curvó en una sonrisa burlona mientras mantenía el apretón de manos con Pablo.
Ambos hombres podían sentir, en la fuerza de su apretón, que ahí no había ni pizca de simpatía.
-Miguel, soy… el hermano mayor de Esther de la universidad.
Miguel no se molestó en disimular cómo examinaba a Pablo, y en sus ojos se notaba cierto aire desafiante.
-¿Así que tú eres el famoso esposo “secreto” de Esther? ¿De veras están casados? ¿O será que Esther anda inventando chismes para despistarnos?
Esther bajó la mirada, y en su expresión solo se veía ironía.
Sí, todos sus amigos y familiares sabían que tenía un “esposo secreto“.
Pero entre la gente de Pablo, de ella, Esther, nadie sabía nada.
-Eso del “matrimonio secreto” está por verse–comentó Pablo, sin ninguna muestra de incomodidad. Sostuvo la mano de Esther todo el tiempo, como si quisiera demostrar algo frente a todos. Ella intentó zafarse, como si el contacto le quemara, pero él le apretó aún más. Con Miguel justo ahí, Esther no quería armar un escándalo, así que tuvo que
soportar el agarre.
-Esther es increíble. Yo quiero que esté siempre a mi lado. Nuestro matrimonio podría hacerse público cuando ella quiera.
Pablo ni se molestó en ocultar nada, especialmente frente a este rival que ni siquiera
conocía.
Como hombre, podía leer perfectamente la intención en la mirada de Miguel, ese tipo de interés que no se puede ocultar.
Lo extraño era que Esther jamás le había hablado de este hombre.
En realidad, Esther nunca le mencionó a nadie más.
En seis años de matrimonio, lo único que compartían eran las cosas de la cama y el trabajo.
Pablo miró a Esther. Su voz, suave y dulce, parecía de un esposo enamorado hasta los huesos.
-¿Ya comiste bien? Hace un frío tremendo en Nueva Arcadia. Vine a recogerte, vamos a
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casa.
Miguel, harto del show de Pablo, soltó una risa seca, pero se contuvo para no dejar mal a
Esther.
-Esther…
-Hermano, yo ya me voy -lo interrumpió Esther antes de que pudiera defenderla. Ahora mismo no necesitaba que nadie la protegiera.
Pablo no habría viajado tan lejos solo por capricho; algo traía entre manos.
Después de seis años casados, Esther lo conocía demasiado bien: Pablo nunca se detenía hasta conseguir lo que quería.
Al salir del restaurante, Pablo la llevó directo al carro. La empujó al asiento trasero, cerró todas las ventanas y aseguró las puertas.
Pablo la sujetó con fuerza contra el asiento trasero y, bajo la débil luz de la calle, Esther pudo ver en sus ojos una furia encendida, como si quisiera devorarla entera.
-Eres buena, Esther. Muy buena.
Había pasado más de dos semanas buscándola, recorrió todos los lugares donde ella podría haberse escondido. Incluso fue a ver a la familia Cuevas con tal de encontrarla.
Estaban tan cerca el uno del otro, que ambos podían escuchar los latidos agitados de sus
corazones.
-¿Quién era ese tipo? -preguntó Pablo, con tono de esposo celoso.
¿Celos? Esther casi se rio por dentro. No, ella no merecía eso. Los celos eran para quienes de verdad se preocupaban por su pareja. Y ella, para Pablo, nunca había sido importante.
-No es asunto tuyo.
Su tono cortante encendió la furia de Pablo. Le atrapó las muñecas y las llevó hacia atrás, inmovilizándola, y luego la besó sin miramientos. En el roce de sus labios, Pablo percibió el sabor a vino tinto.
-¿Tomaste con él? ¿Qué sigue, van a buscar un cuarto de hotel?
Pero en lugar de enojarse, Esther soltó una carcajada.
-Señor Córdoba, se equivoca de persona. Yo soy Esther, no Marta. Sus celos están mal dirigidos.
Lo miró directo a la cara, sin ninguna emoción ya. Lo único que le despertaba era curiosidad: aunque supiera que estaba en Nueva Arcadia, ¿cómo demonios había
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conseguido dar con ella justo ahí?
-Esther… -gruñó Pablo, apretando los dientes. La miró fijamente y dijo, con voz tensa-:
Entre Marta y yo no hay nada.
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